La tarde de otoño en el pueblo

Esta tarde otoñal, de domingo, en el pueblo y a comienzos de Octubre, es del color de las venas de un muerto, entre azules y grises, o del color de las cañerías viejas de plomo. La tarde de este santo día se ve amenazada por un viento que medra con un insolencia pasmosa y baila una tétrica danza con las antenas de televisión. Como censurándoles, a esos insultos del paisaje de la teja, su metálica pedantería, sus amores con las chimeneas y los áticos, y sobre todo, su indiscreto, su impertinente vicio de husmear en todos los hogares.

Esta tarde dominical no es cálida. Ni brillante. Ni clara. Es una tarde turbia y batida por infinidad de signos, donde unos seres se incrustan en su destino, en su ambiente, ni bueno ni malo; como piedras que sólo cambian de circunstancias si se les mueve.

Hay diez mujeres que tienden la ropa y miran al cielo temiendo agua. En el Bar veinte personas matan el rato como pueden: cinco se beben su café o su copa en la barra, bien separados. Seis juegan un tute, o una brisca o un dominó, rodeados de humo. Cinco señoras hablan a gritos comentando la página de sucesos del diario regional mientras dan uno sorbos pequeños a sus tazas. Y en una esquina , sentados en un sofá hundido, los niños miran con fidelidad un telefilm americano que les hace abrir la boca, abrir los ojos y cerrarse en un mundo imposible de coches largos y besos falsos.

Al estudiante que –con pocos ánimos- prepara en el pueblo su eterna oposición le parece que el escrito no le está saliendo ni pintoresco, ni con sabor, ni nada. Al desanimado y aburrido estudiante le gustaría parecerse a Cela o a Delibes, describiendo la tarde de este Domingo de Otoño en su pueblo. Pero su estilo más que realista como el de Cela o Delibes , le está saliendo tenebrista y cruel. Y encima se ríe.

Por la carretera del campo del futbol desfilan apiñadas unas cien personas , como una anacrónica procesión endomingada en las que los santos benditos fueran esos automóviles antiguos, que circulan lentamente tocando el claxon desesperados, con injustificadas prisas. No transcurren ni cien metros y el grupo se dispersa guareciéndose en los bares más próximos, frotándose las manos, más bien por el frío otoñal que por el partido de futbol regional que acaban de soportar.

A esas horas, mediada ya la tarde, los bares nuevos del pueblo, los bares con mostrador de formica, paredes en tonos pastel imposible y techo de escayola, acogen a una extraña parroquia: perros chupando las cáscaras de gambas husmeando entre el serrín del suelo y las servilletas de papel arrugadas, parejas tempraneras sentadas en las mesas dándose de comer aceitunas con un palillo como gesto patético de amor eterno, mujeres con la permanente reciente, del viernes o del sábado, estrenando abrigo usado y tomando un zumo o un mosto, matrimonios jóvenes que con gran pericia han logrado meter el rutilante carricoche en el bar, y le dan al bulto blanco que mueve, implorando, las manos y los pies, una patata frita o una gamba pelada, familias enteras untando trozos de  pan asentado en la salsa picante y pinchando raciones de magro, de callos, de picadillo… a horas extrañísimas. Sujetos, Ay ¡ , atentos a la pizarra salvadora, donde el camarero, un ojo en los que aún no pagaron las consumiciones y otro en los avances de los resultados deportivos del televisor, anota con tiza y trazo grueso y claro, los unos, las equis y los doses de la quiniela.

Parroquianos repetidos, irreales, de todas las tardes frías, de todos los días de fiesta del año. Tardes en las que sólo pasean por la calle los perros sin dueño y los niños sin edad para el bar, los futbolines o las películas malas, y que van en grupo chipando golosinas y escupiendo cáscaras de pipa , revisándose de vez en cuando los bolsillos, contando las monedas de su exigua paga de hijos, verdaderos economistas sin cartera ni títulos.

Este año, un poco tardías, comienzan las castañas a engordar y madurar dentro de los erizos. Quizás para los Santos, estén ya buenas y ese día, los niños sin edad para el bar, los futbolines o las películas malas, estarán en el campo, comiendo castañas asadas, esos carbotes calientes, humeantes tan  blancos y tan fáciles de pelar.

La tarde, fría, ventosa e inutílmente asustada por miles de signos en este Domingo de comienzos de Octubre, parece que ha perdido la elasticidad que tienen las tardes claras de verano, parece que se han esclerosado sus arterias con una fibra canalla de tristeza y hastío, como si se resignara a infectarse de un virus romántico y mustio, pues a las seis y media en punto – hora oficial- su piel se vuelve negra de pronto  y muestra a los médicos su único síntoma: Un tatuaje de puntos blancos que tiritan de frío y de rabia sobre el pueblo.

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