Vuelven al pueblo en verano, por dos días, por tres, por una semana, las vacaciones enteras. Abandonan los fastidiosos lugares de trabajo. Olvidan los formularios, las colas, las nóminas. Desertan de las fábricas, de los despachos, de las aulas. Traen un tufo de reloj y de tinta china, color de palidez y desmayo, gesto de horario y de insomnio.
Proclaman, jactanciosos, no aguantar aquí ni un mes. Dicen hartarse de aburrimiento al segundo día. Que tanto tiempo inactivos les llena de desasosiego. Durante el año sueñan vacaciones con pirámides y coliseos, con playas desiertas y cocoteros, con ríos sagrados. Pero cuando avistan la primera higuera o toman el primer vino, se desarman. Y no lo cambiarían por el más lujoso crucero. Y a pesar de su cara de visitantes airados, de su porte de turistas falsos, son los paisanos eternos, conocidos en su genealogía entera y en sus más oscuros apodos.
Son los emigrantes fieles, que traen la mochila cargada de nostalgia inútil y regresan una y otra vez cumpliendo las leyes de un movimiento migratorio raro, impulsados por la búsqueda de algo impreciso: de cierto calor en los paisajes conocidos, de una extraña comodidad en los lugares considerados como propios, de unas ganas de resucitar, en un arrebato de blando lirismo, las sensaciones infantiles, aflojándoseles los resortes del alma con cualquier recuerdo.
Ese matrimonio joven, instalado desde hace unos años en Ia capital, donde habita en un piso estrecho de una urbanización periférica, aparece por sorpresa cualquier tarde. Desembalan un abigarrado equipaje de trapos y de biberones, y despliegan la excesiva, numerosa tropa de hijos en la casa de los padres. Lo que en invierno fue un oscuro caserón habitado por unas personas solitarias, que se resisten a envejecer estáticas, en su escenario de siempre, se convierte, por unos días, en un vistoso clan, en una desordenada dinastía sin leyes ni reino.
La hora de las comidas, la hora —las horas- del baño, serán verdaderas batallas, y solo el paseo tran-quilo, buceando en el rastro de su noviazgo, evocando los lugares comunes, con el sol ya puesto y la manada de hijos protegida, aliviará al joven matrimonio de su temprana carga de obligaciones.
El avezado universitario, que está enterado de todas las corrientes modernas, deslumbrado con su habitual paisaje urbano, cuando vuelve, se pasa el día -inevitable defecto de mente analítica- haciendo sociología comparada: Comienza por su familia, que según él ya está a años-luz de su revolucionaria concepción del mundo. Sigue con la crítica de las costumbres religiosas y devotas ante santos benefactores y patrones del lugar, y acaba con el pueblo entero, al que ve como un terrible fiscal de todos sus actos.
Pero tendríais que verle alternando con sus amigos de la infancia. Recordando chapas y lagartos, faldas y guateques. Tendríais que verle aseado y atendido, a mesa puesta y a bolsillo puesto. Desarmado en toda su autosuficiencia. Verle durmiendo casi todo el día en su cuarto de toda la vida, embragado de familia y hogar, derrotado su falso aura de vida bohemia.
El señor con ínfulas de rico, que fuma puros muy caros, pasea su coche largo de matrícula exótica por todas las calles del pueblo. Ha traído una mujer rutilante, muy blanca, casi albina. Y unas hijas muy guapas de modales extranjeros que parecen no adaptarse al pueblo. Este señor, que lleva desde hace tiempo, muchos meses al año, sumergido entre máquinas de una gran nave industrial, devorando horas extras en un país lejano y vuelve al pueblo todos los veranos no con ínfulas, sino verdaderamente rico. A su merecida soberbia le ahoga el saludo y el abrazo del pariente próximo que le reconoce sin dudar a primera vista. A su justo empaque le desarbola por completo el juergazo que se corren la noche del regreso que le hace olvidar tanta pena de emigrante.
EI funcionario soltero, que tiene las espaldas bien cubiertas con un buen puesto ganado tras costosa oposición, cuando vuelve en verano, utiliza al pueblo como estímulo de su Yo. Como un mercado donde promocionar su estado de hombre libre y pudiente, un buen partido…. La insignificancia de su nombre y de sus apellidos, de su número largo en las listas de las plantillas de la Delegación del Ministerio en la capital de provincia se magnifica con su archiconocida fama: es famoso por en las fiestas del pueblo, y como no también las fiestas de casi todas las localidades vecinas. La tremenda virtud que tiene, se promocione con éxito o sin él, es que, un día, dos días, los que sean, sabe disfrutar sin obtusos planteamientos de un ambiente familiar, conocido y singularmente sano.
Cuando despierta el día en la primera jornada de fiestas, el pueblo está al completo. Pero el sol no comprende nada.
Del sol se ríe el gallo barítono en los tejados de los barrios con huertas. Del sol se ríen las persianas bajadas que juegan entre ellas a guiños de reflejos. Del sol se ríen las sábanas sudadas, los despertadores, y el café sin moler en las despensas a las once de la mañana. Del sol se ríen los vecinos habituales y los que vuelven, y los acreedores de sueño tardío que tiene la fortuna de cobrar en estos días relajados.
La venganza, la terrible respuesta del astro rey furioso, que ha de ser algo así como la de un Dios engañado o la de mil caballos encabritados, vendrá justo una hora más tarde. A las doce del mediodía una bola de fuego se habrá colocado en el centro del cielo y , ni las sombras de los parques, ni las duchas, ni las cervezas frías, ni los helados, ni el agua de las piscinas o de las gargantas podrán parar a los casi cuarenta grados de fiebre que convertirán lo que toquen en goma arábiga. El pueblo entero sudará desde los tejados a los cimientos.
Es medianoche y nadie duerme. El sol ha perdonado por hoy al pueblo en su calurosos castigos.
En las terraza de un bar con parra están sentados al fresco varios grupos en animada charla. Sus rostros están iluminados por las luces de colores que cuelgan de las ramas de unas acacias, como frutos que sólo maduraran bajo el influjo de la luna…
Son los rostros del matrimonio joven, del universitario, del señor con ínfulas de rico, del funcionario…todos los rostros que vuelven al pueblo.
De la verbena llegan las notas del rumba antigua.
A uno le gustaría de pronto estar el pueblo, en verano, de noche, aunque no fuer sentado en las terrazas de los bares en ferias oyendo las notas de una rumba antigua. Sino sentado cualquier día corriente del verano, a la puerta de una casa antigua encalada, al fresco, en una silla baja de mimbre, con un botijo de agua fría al lado, en el silencio dulce de la noche estrellada, roto sólo por la melodía agradable, monocorde y evocadora del canto de los grillos.
A uno lo que ya le gustaría es volver
Salamanca, 1984