A mediados de Agosto, en el pueblo, bien entrado ya el Verano, los días parecen comenzar al atardecer. Es una extraña aurora. Una aurora crepuscular que desafía las leyes del tiempo y da permiso al reloj invernal que todos llevamos dentro para que se tome unas merecidas vacaciones.
En esos instantes, unos van despertando lentos de la siesta que les ha limpiado de la áspera bronca nocturna y del sopor causado por la incursión matinal en mares de cerveza helada.
Otros suben por la carretera, tras tomar su baño, oliendo fuertemente a agua de río, a peces, a fango, a hierba, a tierra y a sol. Mezclados todos los olores con el del bronceador, con el olor a cosmética de ricos de la última leche solar, ese olor imborrable de la Nivea.
Y por las calles más altas del pueblo, desciende el público clásico y fiel, el público del puro y la mantilla, que trae en las ropas arena y sangre y en los ojos la mirada perdida mitad fiera y mitad agonizante del último toro de la tarde de ferias.
Ahí, justo en esos instantes, es cuando parece comenzar el día en el pueblo por la tarde a mediados de Agosto. La luz va descendiendo de voltaje cambiando de tono y vence un color nuevo que invade las terrazas y golpea las fachadas. Un color cálido y brillante que suaviza todos lo gestos. El gesto demasiado soñoliento y arrugado del dormilón de siesta, el demasiado trágico del espectador taurino y el gesto –nunca demasiado para élla- quemado y caliente del bañista.
Por los balcones semiabiertos, por todas las ventanas de la casa se escapa un rumor de reunión familiar, de cena adelantada. Los alimentos siempre parecidos, monótonos, repetidos pero deseados: la tortilla de patatas, el gazpacho frío, la ensalada rin-ran, los pimientos fritos, los torreznos … pero hoy mejorados con la transgresión del jamón, el exceso del lomo embuchado y la tarta helada de postre. Para esos son ferias y la cena adquiere viso de banquete festivo inusitado.
El joven adolescente, en la edad del pavo, y el niño inocente, miran cómplice el bulto dentro de la camisa de manga corta del padre. No le miran a la cara. Comen rápidos, masticando algo aburridos pero hambrientos, y miran a ese bolsillo, justo encima del corazón del padre.
Al joven emigrante – al que queriendo al pueblo le ha tocado buscarse la vida lejos, más lejos de lo que hubiera deseado-le está costando una eternidad acabar el escrito . Lo relee, corrige algunas erratas y expresiones y al final incluso saca dos conclusiones: Una, que es difícil escribir del pueblo limitándose , como pretende , a narrar de un modo neutro los movimientos de todas las gentes, dejando a un lado la tentadora hiel amarga de la crítica… Y la otra conclusión, más desoladora aún, es que sabe que su escrito no le saldrá en absoluto neutro, y –que duda cabe- no hablará de todas las gentes.
De los armarios caen las camisas claras, los vestidos de moda, los pantalones planchados. Todo un ropaje de estreno que viste los cuerpos con un hilo frívolo y desplaza a la franela del invierno, a la áspera, austera y triste franela del invierno.
El padre se ha quedado solo en la mesa, escarbándose la boca con un palillo y con un dolor en el bolsillo de la camisa de manga corta por donde asomaba la cartera. Un dolor en el corazón, justo donde miraban sus hijos. Han sido dos billetes enormes, uno de color rosa y otro más grande aún de color verde. Impensables en su juventud llena en la memoria de penuria y hambre. Y encima la madre, que ha también ha pasado lo suyo- le sermonea y le recrimina desde el fregadero su provocado, tímido infarto.
En la heladería de la señora maruja acaban de cambiar un billete rosa de quinientas pesetas: un niño se va a comer un bombón helado crocanti de nata, de chocolate y de almendras.
En la taquilla de la verbena del señor Carlos también han cambiado otro billete, pero este verde, ¡ de los de mi pesetas ¡ El joven deja la adolescencia en la calle y entra envarado al baile. Hoy toca orquesta con vocalista guapa y él se acercará mucho al escenario. En las sillas metálicas circundando la pista se refleja aún la luz última del día y el joven se siente algo ridículo, vestido de fiesta, con su Fred Perry blanco y su pantalones Lee, repeinado sin la noche y los focos de neón como aliados. Se acerca a la barra y con un medio de ginebra con tónica en la mano, entorchando un vaso muy largo como una espada, recupera su valor.
Al cabo de unas horas en las casas no quedan ni los abuelos inválidos, ni los bebés de tres días. En las casas no queda absolutamente nadie. Todo el pueblo está en la calle. Repatingados los mayores en las sillas de las terrazas formando grandes círculos agarrados a sus consumiciones, apoyados otros en las barras de los bares más calurosos oliendo a cerveza tirada fría y con mucha espuma, los niños deambulando sorbiendo polos de agua, o comiendo altramuces y almendras garrapiñadas, las parejas en el baile municipal estridente de la Plaza mayor, encerrados los jóvenes en la verbena, paseado por la carretera con los carricoches las parejas jóvenes, besbanas en verano de madrugadass scado, sumergido en el tacto tibio que tienen las os sta con vocalista guapa y la madre, que ha tándose por los caminos los amantes…
Cuando en el cielo aparece la primera claridad azul, la luz natural, el alba sorprende a los últimos, infatigables, impenitentes juerguistas eructando y mirando a un churro, soportando numantinamente el embite del sueño y la fatiga.
Y el verdadero día, el día de las órbitas exactas e inamovibles, encuentra a un pueblo dormido sin reloj ni horario, acurrucado, sumergido en el tacto tibio que tienen las sábanas en verano de madrugadas: un pueblo que –ni bueno ni malo- sabe ser virtuosamente inconsciente rebelde tres días y tres noches al año al despiadado, cuadriculado y penoso calendario