El Señor Constante, paseando por Jaraíz

El señor Constante Alegre

El señor Constante Alegre

Mi padre, el Señor Constante Alegre, nos dejó inesperadamente dos días antes de la Navidad. Tal vez tuvo la terrible sospecha, tras estar hospitalizado por una grave enfermedad, de que jamás podría volver a pasear y su corazón no pudo aguantar esa noticia. Así que decidió no volver al pueblo y se fue al cielo desde Madrid. Esta fue la última broma que nos gastó: irse a pasear al cielo sin avisarnos. Me han comentado que la figura menuda y torpe de mi padre, paseando por Jaraíz, en los últimos años, era una auténtica institución, un personaje irrepetible.

Al parecer se le podía ver a diferentes horas del día por cualquier parte de nuestro pueblo. No tenía unos itinerarios fijos y además cambiaba la ruta de forma caprichosa, como si pretendiese despistar a un inexistente perseguidor. Podía subir desde el Puente de los Bolos hasta el Higueral y bajar luego por la carretera de Pasarón para regresar a casa por la carretera o por la Calle Nueva. O bien tomaba la carretera de Navalmoral y aparecía luego por detrás de la Ermita, para subir por la Algodonera y regresar a casa finalmente por el barrio del Cerro de los Angeles.

Yo ya sabía que era un gran paseante. Cuando era un niño yo recorrí con él muchas veces los caminos duros, de piedra suelta, que, rodeados de olivares y de higueras, nos llevaban al Cerro de las Cabezas, por el camino viejo de Torremenga. También fuimos muchas veces paseando a su finca de El Lomo, en la carretera de Collado. Eran unos paseos largos, felices, contemplando las labores de los huertos y de éllos jamás podré olvidar la eterna broma que utilizaba para asustarnos: de repente, en mitad de la marcha y con todo el campo en silencio se paraba solemne y mirando por encima de una pared o delante de una casa de labranza, visiblemente vacía, engolaba y alzaba la voz y decía:

-Holaa… Buenaas Tardeees…

Esta broma nos ponía a todos los hermanos la piel de gallina.

Yo tengo la impresión de que con su muerte, Jaraíz ha perdido uno de sus cronistas no oficiales más queridos. Estoy seguro de que, en sus largas caminatas por el pueblo, tomaba buena nota de todo lo que ocurría y hasta de lo que no ocurría. Se percataba de la nueva colocación del cartel de la venta de un solar, y luego seguía las obras de edificación, desde que entraban las excavadoras, hasta que se remataba el tejado. Tengo la certeza de que también fiscalizaba la feliz apertura de cualquier negocio o de su triste cierre y también me consta de que sobre todo, ay! sobre todo, debía seguir en los últimos años muy de cerca la triste aparición de esas malditas esquelas en los escaparates, esos pequeños anuncios que para él constituían la negra crónica de los que se iban yendo.

Desgraciadamente, los paseos de mi padre, debieron limitarse sólo a las calles del pueblo, desde que tuvo que jubilarse anticipadamente por problemas de visión. La vista se le gastó antes de tiempo, quizás por culpa de ese ardor que puso en sus largos y duros años de banquero, en los que trazaba con precisión los números con una caligrafía muy esmerada, de antiguo contable, cuando no existían ni monitores, ni ordenadores. En esa época difícil para nuestro país, difícil en la política y en las cuentas, vio desfilar como Cajero del banco más importante del pueblo, a la mayoría de sus gentes, que acudían para poner al día las libretas, o para pedir un préstamo, dándoles alegrías o sustos, según fueran las cosas, pero siempre animándole con alguna broma oportuna, pues su más notable seña de identidad era su fina ironía y su sentido del humor, a veces con sorna, pero siempre ocurrente y agradable.

Su figura literaria, de miope torpe pero entrañable, se me antoja, salvando las enormes distancias, como la imagen de Fernando Pessoa paseando sin bastón ni sombrero por las calles húmedas de Lisboa, pensando en su Libro do Desasosiego o la de un Woody Allen, despistado pero perspicaz, cavilando por Manhattan un guión enrrevesado sobre la finitud de la vida. Gran conocedor de temas políticos a pesar de haberle tocado una época en la que la política era demasiado uniforme para sus gustos, mantengo el recuerdo de su devoción por el café de todas las tardes en el Casino del pueblo, en el que devoraba literalmente toda la prensa local y nacional que cayera en sus manos. En el fondo, como Ortega, mi padre siempre fue un gran espectador de la vida o un pequeño filósofo de pueblo como Azorín .

Tal vez su vocación frustrada fuera la de periodista o la de escritor, pues me consta su sensibilidad literaria cuando nos recitaba algunos hermosos y desgarradores poemas de José María Gabriel y Galán. También nos leía con gran emoción, empleando un inolvidable acento extremeño profundo, en auténtico castúo, las recias poesías del Miajón de los Castúos, de Luis Chamizo, que fue muchos años uno de sus libros de cabecera. Para mí, ahí demostraba un extremeñismo sentimental y literario sincero, de auténtico amor a su tierra y a sus paisajes, sin caer en el interesado y oportunista regionalismo político que vendría muchos años más tarde.

Estoy seguro de que la figura de mi padre, como eterno paseante, será echada en falta por la calles del pueblo y que su saludo amable, acompañado siempre de algún comentario oportuno, será añorado por todos los que se cruzaban en su camino. Nosotros le imaginamos paseando por el cielo, pero guardaremos siempre el recuerdo de un gran hombre y sobre todo de un gran padre, y le mantendremos sentado en el sillón del salón de nuestra casa, para que pueda seguir comentándonos los periódicos y para que pueda seguir cogiendo, sentados entre sus piernas, apretándolos con ternura, a todos su nietos, contándoles cuentos antiguos de lobos y pastores.

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